miércoles, 15 de agosto de 2012

El Nombre

Esa tarde llegó en su carro, nada llamativo por cierto, hasta el semáforo de siempre. – rutina feliz de cada viernes a las cuatro y diez –, decía para sí. Rutina o necesidad? Lo cierto es que, cumplidamente, asistía a esta “cita”, desde hace dos meses. – dos meses ya… Cómo pasa el tiempo! – reflexionó. En efecto, era lo transcurrido desde la primera vez que la vio: una tarde como cualquiera, pero encontrarla, hizo la diferencia en ese 16 de marzo, caluroso, seco, polvoriento. Estacionó el vehículo, como de costumbre y descendió sin ocultar la ansiedad del momento. Allí estaba ella, esperándolo, sin demostrarlo, sin comunicarlo, sin hacerlo evidente. Al advertir su llegada, vistió su rostro con una sonrisa espontánea, sincera, feliz. Apuró la marcha, llevando una carga preciosa en sus manos, en procura de su encuentro. Se detuvieron, uno frente al otro. Él, alto, maduro, intelectual, con su cabello largo y desordenado, sus ojos detrás de unos gruesos lentes, vestido con un saco gris, sin gracia aparente y una camisa amplia, blanca, plana. Ella, delgada, con un vestido sencillo, muy usado, su cabello castaño recogido, hermosos ojos verdes que enmarcaban un rostro juvenil, pero con sombras de tristeza, de soledad, de abandono, de privaciones. Le entregó el puñado de rosas blancas que había escogido, muy temprano y que había preparado, muy temprano, con dedicación, mucha agua y unos besos furtivos que se posaron e hicieron invisibles al tocar la delicadeza de esos pétalos. Sonrió complacido, nervioso. Los recibió y sintió el roce suave de sus dedos ajados, maltratados. A su vez, le entregó un puñado de billetes, ajados, maltratados y ella sintió el roce de sus dedos suaves, cuidados. – gracias – dijo él. La vendedora de rosas no respondió: simplemente buscó sus ojos con los suyos y una mirada ávida de afecto, de dulzura, de atención. Él, rehusó la invitación y tímidamente, prefirió posar su mirada en los besos invisibles que adornaban los pétalos blancos sostenidos con sus manos temblorosas. – lléveme con Ud., por favor – Dijo ella, de repente. – quiero conocer su mundo, ser parte de su vida, que Ud. sea mi vida – Imploró. Él, confundido, sin saber qué palabra articular, sintiendo que su corazón latía como un tambor, con una expresión de infinita sorpresa en su rostro intelectual, preguntó: – pero cómo? Cómo me dices eso, si ni siquiera sabes mi nombre? Ella sonrió con ternura y luego de un corto suspiro respondió: – Si, yo sí sé su nombre: Ud. se llama Amor –

2 comentarios:

  1. Desde hace tiempo guardé en la barra de marcadores el link de tu blog para entrar a leerlo más tarde, pero por motivos sin importancia fui posponiendo su lectura hasta hoy en que por fin estoy aquí y me he encontrado con este hermosísimo relato.

    Después de leerlo me he dicho que no debo dejar para mañana lo que debo leer hoy.

    Tus letras son una verdadera caricia para el alma. Por acá voy a estar más seguido hasta leer todo lo que escribes y que te agradezco compartas.

    Es un placer leerte. Un abrazo

    Ana María.

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    1. Ana María, que bello comentario. Me siento profundamente halagado por tus hermosas palabras.

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