sábado, 6 de julio de 2013

Árdol

Recuerdo que fue la primera mujer que me hizo sentir cosquillitas interiores. Ella me enseñó a leer y a escribir. Era rubia, alta, blanca, delgada, con ojos azules y una sonrisa tan dulce, como cálida. Era mi maestra. Me generaba una necesidad instintiva por agradarle y no me importaba, ni sabía, ni entendía, de diferencias de edad. Yo, un chiquillo de 5 años y ella una mujer de... nunca supe cuántos...

También recuerdo ese pérfido día, cuando experimenté y entendí la sensación de fracaso y frustración, por primera vez: fue mi primer "dictado". Ella, luciendo un vestido rojo cereza, leyó diez palabras y con la musicalidad con la que las pronunciaba yo iba deslizando, torpemente, el lápiz sobre la hoja de papel, entre suspiros que nadie, más que yo, descifraba. Al concluir, entregué aquella hoja con orgullo y complacencia en mi rostro infantil, así como ese efecto de túnel que me trataba de convencer de que en el mundo, solo ella y yo habitábamos.

La campana, anunciando la salida a recreo, interrumpió mis sueños románticos y con un injerto de salvajismo, me uní a la horda de pantaloncitos cortos que corría, gritando, hacia el patio, como huyendo de un cataclismo de fin del mundo. Al cabo de 15 minutos, otra campana señaló que esos instantes de júbilo y bulla terminaban, pero yo sabía que al regresar al salón de clase, recibiría la calificación de mi impecable dictado; ella me miraría con sus hermosos ojos de cielo, me sonreiría dulcemente, me diría que me quería muchísimo y me entregaría con sus manos perfectas esa pieza de perfección que yo, a mi vez, había fabricado sin esfuerzo y no pocos suspiros.

De vuelta en el salón, sentado, estaba expectante, escuchando los nombres de los otros niños. Cada uno pasaba al frente y recibía su dictado... No sé cuánto tiempo transcurrió, quizá demasiado... Finalmente, pronunció mi nombre y yo levitaba hasta su escritorio. Me entregó la pequeña hoja, me miró con dulzura, me sonrió con compasión y me dijo: —La próxima vez lo harás mejor—

Con esa frase inesperada, cesó, súbitamente, la fuerza anti-natural que me mantenía suspendido; retornó a mi mundo la cruda realidad y caminé, con dificultad, recorriendo esos interminables pasos que me separaban de mi pupitre. Puse la hoja sobre la superficie de madera, me senté y al observar mi evaluación, encontré un trazo en rojo, una burbuja para ser exacto, un dibujo hecho por sus manos perfectas junto a la palabra árbol. —Pero si yo escribí la tilde en la a... —me dije, en voz baja. Entonces, comprendí que por esa dificultad inexplicable de discernir y distinguir entre izquierda y derecha, había escrito... árdol.

Aquí, un pequeño homenaje a esa primera y maravillosa sensación de fracaso y de humanidad:

  • Miles de mariposas se posaron sobre el árbol. Increíblemente, de la nada, dieron forma a tu rostro. Me pregunto si el artífice fue el viento.

  • Prefiero saber que nunca leeré letras de ti, árbol. Que siempre estarás erguido para verte escribir tu propia versión de las estaciones.

  • Del árbol, el fruto maduró y se hizo flor. Cayó en forma de colibrí que fecundó su raíz. Tras 9 lunas, mariposas de hojas alzaron el vuelo.

  • Cuando cierras tus ojos y te quejas por la lluvia, los árboles abren sus hojas, húmedas de vida, para dar gracias al cielo.

  • Enterrar vocales para que las cigarras las engullan y consonantes cantos, los árboles escriban poemas, como frutos en el viento.

  • Es fácil reconocer cuándo alguien tiene madera de amigo: siempre te da abrazos de árbol.

  • El viejo árbol cumplió su sueño: abrazar con sus ramas una obra de arte. Al morir, el carpintero hizo de él, el marco de tu ventana.

Por este camino, camino descalzo a tu origen. Una calle de honor de brazos sabios me da sombra y me asombra...

Camino de árboles, Bogotá.