Su tez blanca, su cabello profundamente negro y sus ojos de azabache enmarcaban su belleza sin par, su adolescencia altiva, su figura de mujer y su luminosa alegría. Con ella, siempre a su lado, un gato blanco como la nieve, con ojos intensamente azules, dócil y amable, su compañía por siempre.
Melibea, sacerdotisa de la soledad, vio pasar los años y con ellos, su belleza fue acumulando hojas de calendario. Su cabello descubrió las canas y sus ojos se hicieron cada vez más claros. A su vez, el gato, siempre a su lado, fue tiñendo su pelaje con extraños visos de negro profundo y sus ojos se oscurecían como la noche.
Una mañana de abril, fría, lluviosa, Melibea exhaló su último aliento y se derrumbó sobre un lecho de hierba fresca. Su cabello era blanco como la nieve y sus ojos sin vida, dejaban ver un azul intenso que evocaba el agua de mar. Siempre a su lado, el gato, ahora negro como las tinieblas, con ojos de azabache, maulló su dolor junto a su cuerpo inerme.
Esa noche, un rayo de luna se posó en la humanidad rígida de Melibea e hizo visible la palidez de su rostro. El gato, siempre a su lado, al notar que su espíritu ascendía por aquel hilo de plata, se tornó en una grácil mariposa negra. Desplegó sus enormes alas y voló errática en dirección del firmamento. Al alcanzarlo, se posó sobre cientos de luceros que al percibir aquella sombra que los cubría, cesaron su destello.
Si miras con cuidado a la bóveda celeste y tienes suerte, en alguna noche de abril, verás cómo una multitud de luceros rodea la silueta inmóvil de una hermosa mariposa negra.
Hermoso relato!
ResponderEliminarUn honor que te guste! Mil gracias por tu generoso comentario y tu maravillosa visita.
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