Homero continuaba con sus ojos cerrados, temeroso e incapaz de abrirlos
para exponerlos a la luz que, súbitamente, se le ofrecía. Había perdido la
noción del tiempo y únicamente percibió que los sollozos de Elena se silenciaron y que la
voz de su hijo se hizo difusa y se perdió, finalmente, en la lejanía. Se sintió liviano y fresco. El dolor de las heridas también se
extinguió. Una tenue brisa recorrió su espalda y le hizo erizar la piel. Abrió
lentamente los ojos y un pánico terrible lo invadió al darse cuenta que ya no
se encontraba en aquella habitación, con los suyos. En cambio, lo sorprendió la
enorme distancia que lo separaba del suelo y se apoderó de él una sensación de
vértigo y de horror. Desconcertado, se incorporó con rapidez y observó que su
fisonomía se había transformado por completo: en lugar de sus fuertes piernas
de deportista, su cuerpo era sostenido por dos frágiles extremidades con largos
dedos, terminados en uñas afiladas. En vez de ropa, lo cubría un ridículo ajuar
de plumas marrones, suaves y fragantes. Sus brazos, otrora atléticos, no eran
más que simples extensiones huesudas que servían de soporte a un enjambre de plumas
largas y brillantes. Qué no decir de su rostro o de su tórax, los cuales formaban
un armonioso conjunto con lo ya descrito... —Era acaso, todo esto el fruto de
una pesadilla? —pensó.
Sin respuestas, se dejó caer de la rama que lo sostenía, pero sus alas se
desplegaron automáticamente en contra del vacío que lo reclamaba para sí.
Planeó con inusual destreza y batió sus alas sin dificultad, recobrando altura,
adquiriendo maestría en su nuevo hábito.
Al caer la tarde, su instinto lo condujo a buscar abrigo. Habiéndose albergado
en un árbol cualquiera, su corazón se fue invadiendo de familiaridad; en
efecto, el lugar al que había llegado en su deambular errático, no le era del
todo desconocido. Dirigió su atención al prado circundante y descubrió allí,
camuflados, los juguetes habituales de su hijo: triciclo, pistola de agua,
pelota y aquella resortera que él mismo le había construido meses atrás. Una
inmensa alegría disolvió, de momento, su mundo de interrogantes. Emitió un
trino de júbilo y se posó con suavidad en la cerca de madera que servía de
marco a su antigua casa. Quiso gritar... puso todo su empeño en articular —¡Oigan,
soy yo... regresé! Sin embargo, su titánico esfuerzo solo fue premiado por un
armonioso canto que inundó de acordes multicolores las sombras que a esa hora
ya adormecían los últimos rayos de luz natural. Intempestivamente, el niño
salió corriendo de la casa en procura de los tesoros que había dejado olvidados
en el jardín. Al verlo, Homero revoloteó con gran frenesí, dando saltos sobre
el mismo punto de la cerca. No obstante la algarabía que protagonizaba el
pajarito, el infante no mostraba interés alguno en aquellas piruetas y seguía
aproximándose, sin inmutarse, al encuentro de sus juguetes.
Apesadumbrado, Homero dirigió su mirada al lado
opuesto de la calle, dando la espalda a lo que ahora era su pasado, queriendo
olvidar por completo aquel lugar que una vez fuera su hogar. En esa posición,
no advirtió el momento en el cual el pequeño agarró la resortera, ahora dueña de un duro guijarro. Le apuntaba decididamente con ella. De repente, escuchó el inconfundible crujir de
vértebras que tanto apreciaba en sus víctimas de expediciones de cacería y fue
viéndose desnudar de plumas, a la vez que una fuerza inusitada y un dolor intenso
e insoportable lo impulsaban hacia el vacío. Su cuerpo destrozado fue cayendo
silenciosamente, mientras sus plumas describían singulares formas que, sin
duda, servirían de inspiración a algún pintor de lienzos invisibles.