viernes, 29 de marzo de 2013

El vuelo de Homero

El pequeño, a sus escasos siete años de edad, aseguraba con su propia mano que la de su madre y la de su padre agonizante, permanecieran unidas en su lecho del hospital. Ella, resistía con estoicismo y entre sollozos, los últimos minutos de vida de su esposo, luego de aquel fatal accidente de caza.
 
Homero continuaba con sus ojos cerrados, temeroso e incapaz de abrirlos para exponerlos a la luz que, súbitamente, se le ofrecía. Había perdido la noción del tiempo y únicamente percibió que los sollozos de Elena  se silenciaron y que la voz de su hijo se hizo difusa y se perdió, finalmente, en la lejanía. Se sintió liviano y fresco. El dolor de las heridas también se extinguió. Una tenue brisa recorrió su espalda y le hizo erizar la piel. Abrió lentamente los ojos y un pánico terrible lo invadió al darse cuenta que ya no se encontraba en aquella habitación, con los suyos. En cambio, lo sorprendió la enorme distancia que lo separaba del suelo y se apoderó de él una sensación de vértigo y de horror. Desconcertado, se incorporó con rapidez y observó que su fisonomía se había transformado por completo: en lugar de sus fuertes piernas de deportista, su cuerpo era sostenido por dos frágiles extremidades con largos dedos, terminados en uñas afiladas. En vez de ropa, lo cubría un ridículo ajuar de plumas marrones, suaves y fragantes. Sus brazos, otrora atléticos, no eran más que simples extensiones huesudas que servían de soporte a un enjambre de plumas largas y brillantes. Qué no decir de su rostro o de su tórax, los cuales formaban un armonioso conjunto con lo ya descrito... —Era acaso, todo esto el fruto de una pesadilla? —pensó.
 
Sin respuestas, se dejó caer de la rama que lo sostenía, pero sus alas se desplegaron automáticamente en contra del vacío que lo reclamaba para sí. Planeó con inusual destreza y batió sus alas sin dificultad, recobrando altura, adquiriendo maestría en su nuevo hábito.
 
Al caer la tarde, su instinto lo condujo a buscar abrigo. Habiéndose albergado en un árbol cualquiera, su corazón se fue invadiendo de familiaridad; en efecto, el lugar al que había llegado en su deambular errático, no le era del todo desconocido. Dirigió su atención al prado circundante y descubrió allí, camuflados, los juguetes habituales de su hijo: triciclo, pistola de agua, pelota y aquella resortera que él mismo le había construido meses atrás. Una inmensa alegría disolvió, de momento, su mundo de interrogantes. Emitió un trino de júbilo y se posó con suavidad en la cerca de madera que servía de marco a su antigua casa. Quiso gritar... puso todo su empeño en articular —¡Oigan, soy yo... regresé! Sin embargo, su titánico esfuerzo solo fue premiado por un armonioso canto que inundó de acordes multicolores las sombras que a esa hora ya adormecían los últimos rayos de luz natural. Intempestivamente, el niño salió corriendo de la casa en procura de los tesoros que había dejado olvidados en el jardín. Al verlo, Homero revoloteó con gran frenesí, dando saltos sobre el mismo punto de la cerca. No obstante la algarabía que protagonizaba el pajarito, el infante no mostraba interés alguno en aquellas piruetas y seguía aproximándose, sin inmutarse, al encuentro de sus juguetes.
 
Apesadumbrado, Homero dirigió su mirada al lado opuesto de la calle, dando la espalda a lo que ahora era su pasado, queriendo olvidar por completo aquel lugar que una vez fuera su hogar. En esa posición, no advirtió el momento en el cual el pequeño agarró la resortera, ahora dueña de un duro guijarro. Le apuntaba decididamente con ella. De repente, escuchó el inconfundible crujir de vértebras que tanto apreciaba en sus víctimas de expediciones de cacería y fue viéndose desnudar de plumas, a la vez que una fuerza inusitada y un dolor intenso e insoportable lo impulsaban hacia el vacío. Su cuerpo destrozado fue cayendo silenciosamente, mientras sus plumas describían singulares formas que, sin duda, servirían de inspiración a algún pintor de lienzos invisibles.

miércoles, 27 de marzo de 2013

13 de junio

Anoche, una estrella fugaz tocó a mi ventana. —Me muero de celos —dijo. —Hace mucho que la luna, los luceros y nosotras extrañamos tus miradas —prosiguió. —Sí —respondí. Soy un hombre feliz, pleno. Me bendice, a cada instante, el amor de una mujer maravillosa. Ella inspira bondad; en ella coexisten la amistad, la ternura, la dulzura; tiene tanta luz como tú, pero a diferencia tuya, que solo me buscas al caer el sol, ella siempre está presente.
 

domingo, 24 de marzo de 2013

Sueños y Despertares

Un sueño, para construir despertares.

Soñó, luego de un largo despertar.

Al despertar, cada mañana, cuando intente reconocerme, que tus ojos sean mi único espejo.

Mi sueño es despertar con la avidez de escuchar tu voz, sentir el roce de tu piel ó, simplemente, perderme en la profundidad de tu mirada.

La noche, recuerdos de amores que dieron frutos maduros que dormirán, con tal de verse sorprendidos en su próximo despertar.

Despertar y en mi primera certidumbre de realidad, sorprender a tus ojos queriendo adivinar mis secretos oníricos.

Leer es despertar de un hermoso sueño, ajeno.

En cada despertar, antes de cada café, tu universo libera mis sueños y su carga matutina de palabras.

El vino reposa en antiguos toneles y sueña con el instante mágico de despertar en tu boca.